Los ghats en Benarés. |
Hay mucha insatisfacción. No se puede superar sólo con bienes materiales. La gente está muy loca. Hay que ejercitar la ecuanimidad, el equilibrio. Hay que contemplarlo todo como si fuera una película. La vida es nada, se pasa muy rápidamente, unos pocos días y se acabó. Venimos a hacernos la foto y nos vamos. Pero hay que estar contento.
Baba Sibananda
En junio de 2007, aparece en Ediciones B, el libro: "La otra India, una visión de primera mano de un país extraordinario", de Ramiro Calle. Posteriormente, se realizó otra edición en Z Bolsillo (2008) y desde 2013, está disponible una versión electrónica para leer en cualquier dispositivo.
Se nos detalla que: "Durante sus múltiples viajes a la India, Ramiro Calle ha tenido ocasión de aproximarse no sólo a los líderes espirituales cercanos a sus creencias, sino también a la gente que vive en ese enorme país, el segundo más poblado del planeta. Tanto la frecuencia de sus viajes como la calidad de los mismos han otorgado a Calle un saber de primera mano sobre aspectos inusuales o vedados al viajero convencional. Esto es precisamente lo que el lector encontrará en las páginas de este libro.
Desde las abluciones rituales en el Ganges a su paso por la ciudad de Benarés, hasta la ascensión a las montañas de Drjeeling; de la herencia británica en Calcuta, a los maravillosos templos de Orcha; de la espiritual región de Himchal Pradesh, a las playas de Madrás, recorriendo la geografía del subcontinente en trenes y autobuses, Ramiro Calle nos presenta un relato diferente sobre la patria de Gandhi y Tagore.
Su aproximación a los distintos grupos étnicos, su visita a diversos templos budistas y su relación con místicos y yoguis, aportan detalles a la composición de este paisaje humano único.
Acompañado de fotografías que ilustran el relato y le dan vida, La otra India es un libro fundamental para quien quiera acceder a los misterios de un país y una cultura tan complejos como sugestivos.
Una visión de primera mano, de un país extraordinario."
En el fragmento que destaco, Ramiro se encuentra en Varanasi (Benarés), y va en busca de su amigo Baba Sibananda...
"Vuelvo sobre mis pasos. Es mediodía. Huele a fritangas, a flores marchitas, a restos de papaya. ¿Estará en el ghat a orillas del Ganges? En lugar de tomar por el camino más recto, me extravío intencionadamente entre ese enjambre casi onírico de callejuelas estrechas y serpenteantes.
El ghat más concurrido, en el que diariamente miles y miles de personas hacen sus abluciones, sus ritos, sus gargarismos, su limpieza de dientes, sus orines incluso, sus chapuzones benditos y profanos, sus coqueteos con el agua sagrada y sus ofrendas, es el Dasaswamedh Ghat, que está dividido en dos partes.
Desde lejos diviso el manchón de su túnica anaranjada contrastando contra un cielo intensamente luminoso. Está sentado en una especie de repecho, junto a una tetería estilo indio, ¡imagínense una tetería estilo indio! Un simple puestecillo muy modesto y precario con un calentador para hacer el té. Todo un lujo, porque está casi metido en las aguas del Ganges, las más polutas del mundo, las más penetradas, anheladas, inspiradoras y reveladoras. Me voy aproximando despacio a él, a mediodía, bajo un sol implacable y una luz cegadora, mientras el río se desliza muy lentamente, como si no fluyera, como si le costase dejarse llevar frente a esas mansiones semiderruidas y hermosos palacios abandonados a su suerte. Algún perro dormita, como si estuviera muerto, y la calima envuelve el río santo, que contiene en sus aguas tantas cenizas mortuorias, tantos animales muertos, tantos miembros a medio quemar, tantos cadáveres e incluso niñitos que son amarrados a una piedra para que se hundan y no floten… Hace años vi al padre de una criatura de muy corta edad llevarle junto al río envuelta en una especie de toalla blanca. Era como un paquetito que el padre desconsolado llevaba en sus manos. Era un hombre joven. Contrató un barquero, subió a la barca, se adentró en el río y depositó en las fangosas aguas (era la época del monzón) aquel bultito que antes había apretado con tierno amor contra su pecho. ¡Cuánto dolor había en aquel hombre y cuánto de amargo y desgarrador en aquella escena que ha permanecido indeleble en lo más íntimo de mi alma!
Tantas lágrimas se han derramado en esta sacrosanta ciudad, tantas, que bien podrían formar varios ríos como éste.
No se incineran los cadáveres de leprosos, fallecidos por mordedura de serpiente, santones, sadhus y niños. ¿Por qué? Vaya uno a saber, dada la lógica paradójica de los indios, y eso que fueron los inventores del cero, el infinito y el álgebra.
Me mira desde la distancia, tratando de dilucidar quién viene hacia él. Levanto una mano en el aire y la agito con entusiasmo.
—¿Ramiro? ¿Ramiro? —se pregunta a sí mismo, en voz alta, dubitativo.
Se incorpora. Es delgado, de baja estatura, largos cabellos encanecidos y enrastados, luenga barba blanca, y unos ojos, ¡qué ojos!, claros, entre verdes y amarillos, más mirando hacia dentro que hacia fuera, expresivos, ciertamente irrepetibles. No por algo debe de ser el sadhu más retratado de toda la India, a su pesar, pero cuya imagen ha aparecido en películas, documentales televisivos, folletos de turismo y demás.
Hace un calor intenso, desolador. Barquitas se deslizan con exasperante lentitud por las aguas sagradas. A esa hora los ghats están extrañamente casi vacíos, ¡y ya es difícil! Camino hacia el sadhu.
Ramiro Calle con Baba Sibananda. |
—¡Oh, Ramiro! —exclama—. ¡Nunca lo hubiera imaginado!
No he venido a recibir enseñanzas; de hecho raramente ofrece algunas. No he venido a meditar en su compañía; de hecho le gusta meditar a solas y considera que ya sé lo suficiente sobre el tema para tener que mostrarme alguna técnica. Ni siquiera he venido a hacerle preguntas, sino sólo a estar unos días con él, a su lado, fluyendo como el río de la diosa Ganga, dejándome ir en su compañía, sintiendo y no pensando, percibiendo y no analizando, contemplando y no examinando. No es fácil. La mente, como él dice, como ya dijera Kabir hace cinco siglos, es una timadora, un fraude, «una casa con un millón de puertas». Pero esta vez no he venido con la intención de recibir conocimientos a través de las palabras, sino de los silencios.
Nos fundimos en un abrazo largo, intenso, silencioso y pleno.
—No puedo creerlo —musita—, no puedo creerlo.
Y sus ojos sonríen hermosamente. Y nos sentamos en el repecho, junto a la tetería estilo indio, y enseguida hay una tacita de loza en nuestras manos, que contiene un té especiado, picante, con un sabor muy característico. Lleva clavo, coriandro, leche, canela, pimienta... Llena de sabor la boca, deja su tinte picante en el paladar.
Allí estoy de nuevo, a su lado, manos entre las manos, hombro contra hombro. Nada pregunto, nada inquiero. Si quiere decir algo que lo diga, pero no le urjo, no le fuerzo. Años atrás, con motivo de mis dos visitas anteriores, fue diferente. Casi astutamente le inducía a hablarme, a no quedar sólo prendidos a las cosas de la materia, sino también del espíritu, aunque unas y otras forman parte del Gran Espíritu. Años atrás, en los dos encuentros anteriores (en los que me había quedado varios días en Benarés para estar con él), habíamos hablado de muchas cosas.
Me dijo:
—Hay que saber mirar y mantener la calma ante todo. Ecuanimidad. Todos somos como los dedos de una gran mano cósmica y tenemos que aprender a conectar con ella, de la que en realidad nunca estamos desconectados. En este sentido es muy útil la meditación. El corazón de todas las criaturas es el mismo, pero desde niños nos han superpuesto códigos, esquemas y se ha ido configurando el ego, que se interpone entre uno y lo real.
Unas veces con su sonrisa contagiosa y otras más circunspecto, también me había dicho:
—Hay mucha insatisfacción. No se puede superar sólo con bienes materiales. La gente está muy loca. Hay que ejercitar la ecuanimidad, el equilibrio. Hay que contemplarlo todo como si fuera una película. La vida es nada, se pasa muy rápidamente, unos pocos días y se acabó. Venimos a hacernos la foto y nos vamos. Pero hay que estar contento.
Y tras prolongados silencios en los que nos comunicábamos de alma a alma, susurraba, como si hablara para él:
—No comprendo nada, no comprendo nada. El Absoluto lo sabe. Yo no sé nada. ¡Hay tanta variedad! Contempla, haz yoga físico, y no te preocupes.
—¿Ni siquiera ante la muerte? —le pregunté.
—Vida y muerte son lo mismo. Todos los días morimos al estar dormidos, y el día que no despertamos es la muerte.
Al igual que Krishnamurti, que tenía una idea deplorable de los políticos y decía «no son gente de fiar», Baba tampoco les tiene en la menor estima y declaró enfáticamente:
—Hay mucha insatisfacción y mucha codicia. Los políticos son basura, basura. La política es una porquería.
A menudo me decía:
—Insaciable codicia. Pero todos tenemos dos cerebros: uno sagrado y otro demoníaco. En el sagrado hay amor, indulgencia, compasión... En el diabólico, codicia, odio, ira... Hay que desarrollar más y más el cerebro sagrado. El amor es lo más importante.
Calles de Benarés (foto modificada con filtros, la original en: elmundoenunamochila.wordpress.com) |
Ahora estoy a su lado y podría seguir preguntándole muchas más cosas, pero observo, contemplo, percibo, sin etiquetar ni rotular, tratando de mantener todos los sentidos bien despiertos y vigilantes. Estoy ante ese río que indujo a escribir a Blasco Ibáñez: «Aprecio aquí la importancia religiosa de Benarés mejor que en sus callejuelas. Puedo abarcar de una sola mirada la grandeza de este río divino y miles y miles de seres humanos hundidos hasta el cuello en sus aguas ribereñas, con los ojos en oración. Toda la India inmóvil en su sueño religioso, la India del quietismo contemplativo, que resulta incomprensible al ser estudiada en los libros, se revela de golpe, con la majestuosa aparición del Ganges.» Y mi amigo el escritor y místico Jesús Fonseca experimentó, muy sentidamente, algo parecido, que dejó transida su alma en esta Benarés que a pesar de sus pícaros y mistagogos, rezuma, sí, una espiritualidad inquebrantable y viviente, una espiritualidad sin límites y que es inspirada por este río de aguas polutas y benditas. El tiempo transcurre lentamente. Miro alrededor. A esa hora del mediodía los ghats están casi vacíos y el calor es sofocante. Los perros, vacas y cabras dormitan, y también algunos sadhus, oficiantes religiosos y vendedores ambulantes. El Ganges fluye tan lentamente que parece estar parado, pero nunca permanece inmóvil, como la vida en su dinamismo ineluctable. (...)